
Cuando La Rubia apareció todos los fotógrafos cargaron sus cámaras como soldados a punto de disparar. Ella era alta, bella, de bucles dorados y labios de rosa imposible. Sus ojos eran dos esmeraldas. Sus piernas, dos obeliscos de piel. Sus muslos apenas remataban en una falda que alimentaba la imaginación. En el momento del flash una brisa traicionera levantó la falda de la rubia. Todo quedó inmortalizado en imágenes, fotos, publicaciones de periódicos. De esa manera la ciudad entera― todo el país― supo que en realidad La Rubia no era una mujer.
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