
Esa mañana, Don Quijote abrió los ojos y descubrió que ya no estaba loco. Consternado, pidió mil disculpas a Sancho Panza y dejó libre a Rocinante en una verde llanura.
Mientras el caballo se alejaba, él se acordó del nombre de "Dulcinea".
—¿Dulcinea?— se preguntó… pero sólo recordó un nombre sin rostro.
Convertido ya en Alonso Quijano, regresó a su casa. Sus ojos, liberados de la sugestión y la locura, le mostraron la realidad: él era anciano solitario, dueño de unas heredades en ruinas y con unos pocos sirvientes que lo miraban con lástima.
Así transcurrieron un par de semanas desde su regreso a La Mancha... hasta que un día despertó recordando otra vez la palabra “Dulcinea”.
Acostado en su cama, puso ambas manos atrás de la cabeza. Miró el techo y sonrió. Una marea de curiosidad lo ahogó mientras imaginaba el rostro al que pertenecía a ese nombre.
Lleno de una imprevista motivación preguntó por todas partes. Quería saber si Dulcinea era real o si sólo era un delirio…pero nadie quiso responderle.
Luego de mil interrogatorios, un mozo de la cuadra le aclaró que Dulcinea era en realidad una cocinera hombruna y fea de una fonda cercana.
Pese a tan mala referencia, Don Alonso seguía siendo feliz cada vez que la mencionaba
Un día no aguantó más y fue hasta la taberna. Entonces, pudo ver a la mujer que había motivado a su "Dulcinea". Se llamaba Alnza Lorenzo, era simple, real, de carne y hueso, gorda y grosera. Tenía, además, la mirada empantanada por la resignación y la rodeaban ollas que eructaban el aliento de un caldo de cebollas.
—¿Quién es usted?—gritó ella cuando lo vio llegar de improviso a la cocina.—¡Si no se larga … lo atravieso como a un cerdo—gruñó amenazándolo con un cuchillo que aún tenía adheridas rodajas de cebollas.
Alonso Quijano suspiró...
—La locura me regaló un motivo llamada "Dulcinea"—fue su respuesta—. Y aunque sólo recuerdo su nombre, sé que gracias a esa mujer que no existe quise salir de mí mismo y fui un caballero andante…
Sin decir más nada, dio a vuelta y salió de la fonda
"Solo tengo una casa vacía y triste que me espera a mi retorno", pensó Don Alonso mientras iba de regreso.
Ya era de noche.
Convencido de que haberse vuelto loco era lo mejor que le había pasado en la vida, cerró los ojos y susurró al cielo para que le devolviera el tesoro de su locura.
Reabrió los párpados y, entonces, Don Alonso sintió el escozor de un relámpago en la espalda. Sus pupilas se ensancharon, recuperó la postura erguida y una sonrisa sujetó sus labios. Otra vez se puso la bacía de rapabarbas en la cabeza, y, en sus últimos rastros de conciencia, Alonso Quijano entendió que se había cumplido su deseo: de nuevo él era un demente feliz.
Entonces, ya nada lo detuvo. En medio de la noche corrió con todas sus fuerzas, pues sabía que Rocinante pastaba entre las nubes y que Sancho roncaba más allá del cielo, dormilón como siempre, abrazado a su rodela.
El viento de la noche giraba en remolinos de luna.
A sus espaldas escuchó las voces de los criados que lo habían seguido hasta la fonda: «¡Don Alonso, Don Alonso, a dónde va, regrese!». Pero él no volteó. Otra vez se llamaba Don Quijote, el más célebre de los caballeros andantes, el que corregía entuertos y secuestraba las estrellas para dibujar con ellas el rostro perdido de Dulcinea.
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